Cuando el fuego era el aliado (2)

Publicado por

Pablo Marín Martín

Era una noche de finales de marzo, hacia el año 1936 o 1938.  Mi abuelo contaba 8 o 10 años. Él y su primo andaban majeando con las cabras en Los Abaejos. Las tenían cerradas en un recinto para estercolarlo. Recinto en donde más adelante sembrarían las carillas, patatas y judías pintas en aquellos suelos leves de pura arena. Pernales, el mastín que guardaba el rebaño, era un animal noble. Cumplía siempre con entereza su cometido.  Esa noche estaba intranquilo, y el miedo poco a poco se fue transmitiendo a las cabras. Y por contagio, como no podía ser de otra manera, a los dos chavales. Eran unos niños, y sobre ellos recaía la responsabilidad de cuidar al ganado de su familia esa y otras muchas noches del año. Aquellos niños habían mamado el terror a los lobos desde el mismo día en que nacieron. Aquella noche, los lobos aullaban sobre el cerro de Los Collaritos, en la misma raya entre el pinar y las fincas. El Pernales iba en dirección a ellos unos pocos metros, ladrando. Luego, rápido se volvía hacia el recinto a juntarse al ganado. El perro era inteligente, pero los lobos eran mayoría.  Algunos de ellos intentaban atraerle hacia los flancos para separarlo del rebaño. Los muchachos avivaban la lumbre, daban gritos y tiraban cantos a lo oscuro. Estaban muy nerviosos. La noche que siempre habían oído contar a sus mayores había llegado. Había sucedido en innumerables parajes, momentos,… pero lo que nunca cambiaba es que en todos los casos tenía al lobo como protagonista. Aquella fatídica noche. Los lobos parecían desesperados por pillar un bocado y la amenaza no cesaba, los gruñidos cada vez eran más cercanos. En una ráfaga de luz al pasar la antorcha ante ellos, llegaron a ver un lobo. Les asustó verlo justo en el bancal de encima de donde ellos estaban. La hambrienta manada no se iba a ir así como así, El Pernales no perdía de vista al rebaño, iba y venía, pero el cerco se estaba estrechando cada vez más. Los muchachos, en una mezcla de desesperación, miedo y un extraordinario raciocinio, decidieron prender fuego al chozo de escobas donde habían dormido incontables noches. Aquella cubierta prieta de piornos y hecha con tanto esmero ardió a la velocidad del rayo. Las llamas levantaban varios metros de alto. Los lobos huyeron, y los muchachos, agotados y muertos de miedo lograron salvar sus cabras de una matanza.

Días y días se pasaron contando lo ocurrido en sus casas. A sus padres, a sus primos, a sus tíos, a sus vecinos. 80 años después, con los remiendos del paso del tiempo y con las tergiversaciones y licencias propias de la tradición oral, contamos esta historia. Modificada, y probablemente, engrandecida. Pero la contamos para que no caiga en el olvido. Una historia escrita desde el mismo asiento confortable desde el cual mi abuelo supo de anciano que el lobo estaba regresando al valle. Escrita desde la “fortaleza de la comodidad” donde nadie ha de temer irracionalmente a un animal porque sí. Ni tampoco alimentar el odio. Aquella generación sí temió al lobo. Aquellos muchachos que en realidad eran hombres por necesidad sí tuvieron el derecho a temer al lobo.

Aquellos cabreros cuyo compañero y aliado en la soledad de las noches era el fuego.

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Foto: Lena Pettersson

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