«Quizás, en los pueblos no nos quede otra que construir una nueva identidad, rearmarnos y ser viables en todos los sentidos»

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Pablo Marín Martín

Quienes nacimos en los 80 representamos una generación a la que le puede costar entender la vida de antaño en los pueblos. Un abismo generacional inmenso nos separa de nuestros padres y abuelos. Un abismo producido por el abandono sin vuelta de hoja de los usos y costumbres que daban sentido al día a día de nuestros antepasados. Todo aquello ya expiró. Quienes seguimos en los pueblos, a veces debemos aprender las cosas desde cero, porque el hilo de la tradición oral se cortó repentinamente. Una gran base de conocimiento rural se desdibuja poco a poco o se ha perdido para siempre.

Somos la generación que escuchamos de viva voz historias que parecen de tiempos remotos, pero que en realidad son de anteayer, podíamos decir. La crisis y el abandono rural trastornaron por completo la idiosincrasia de los pueblos. Quienes oímos esos relatos antiguos sólo tenemos dos vías interpretativas: la de la incomprensión hacia todo aquello que conocieron nuestros padres, o la de la nostalgia. Nuestros ancestros han pisado las mismas piedras de la calle que nosotros, han encontrado cobijo bajo las mismas vigas de madera… pero nosotros somos la ruptura, la primera remasa que funciona a otro ritmo, con otros tempos.

Mi abuelo “agateaba” a los pinos resineros como si fuera una ardilla con un hacha en el cinto para hacer la carga de leña. Parece mentira, viendo ahora que en el monte abundan los pinos secos porque a la Junta no le debe de salir a cuenta. Solía dejar un cándalo sin cortar desde el cual volvía a bajar a tierra firme. Y quien no “agateara” no tenía para calentarse más que “bimborros” que son las ramas bajeras secas que tira el viento, o algún piorno, que tampoco era gran cosa, porque no solían dejarlos hacerse muy grandes. En Villarejo del Valle, los montes eran tan escasos que no disponían apenas de leña. Cuando se apearon los viejos pinos serranos centenarios de Cañamarejo y la pinara de Cardosa en Cuevas, se vendían carros de leña en el pueblo vecino. (Otro día ya os cuento esta atrocidad de los años 50, cuando la conciencia ecológica brillaba por su ausencia).

La gente antes funcionaba a razón de los recursos que ofrecían el monte y los campos. Mi abuelo cazaba por necesidad para dar de comer a su numerosa prole: conejos, perdices, torcaces,…cogía muchos pájaros en el olivar cuando nevaba, con el cebo de una aceituna que no podía ser cualquiera, sino de brillo especial, y con las lanchas de piedra y un sistema trampa de tres palos en equilibrio. Las bandadas de “leveritos” (pinzones) nublaban por entonces el cielo. Está claro que no es por estos cazadores respetuosos y por necesidad por lo que ahora apenas hay pájaros. Son más bien los herbicidas y pesticidas los culpables. La profesión “oficial” de mi abuelo era la de resinero en verano y la de “remondador” de olivas en el invierno. Como suelen decir en mi familia, mi madre y mis tíos “mamaron resina”, porque su principal aporte económico venía del monte. Cuando ahora alzamos la vista desde la plaza del pueblo a los montes, da igual si hay pinos, si se ha quemado o si son eucaliptos. Ya no vivimos en sintonía con el medio que nos rodea. Y eso en parte es bueno, porque en un mundo globalizado, trayendo recursos de fuera no existe carestía, se deja atrás definitivamente la dura vida casi plenamente autárquica de antaño; pero es malo, porque se genera un desarraigo con nuestra tierra y un desequilibrio del medio que sólo trae consigo problemas como los incendios y a gente desnortada y sin atisbar un futuro claro en los pueblos, cuando el entorno debiera ser pieza fundamental de la economía rural.

Nos estamos convirtiendo en unos perfectos inútiles. Es más, diría que el concepto tradicional de “pueblerino” tendría más sentido ahora, y no cuando se lo llamaban antiguamente a nuestros antepasados porque no sabían leer o escribir. Quizás su acervo de conocimientos era sencillamente el que necesitaban para ganarse el sustento, y no más.

Hay quien piensa con razón que son las altas esferas y las administraciones las que propician la huída de nuestros pueblos. En palabras de Paco Doménech, alcalde de Fabara (Zaragoza), “desde las administraciones se nos roban competencias a los municipios y se les entregan sistemáticamente a las ciudades. Así, los pueblos pierden puestos de trabajo y autonomía. Desde las administraciones se está optando por mantener en los pueblos tan solo algo así como funciones que permitan una muerte digna, pero en ningún caso acciones que permitan una vida plena. –Es lo que Doménech calificó como tanatocracia- “Sólo se nos facilitan servicios para morir dignamente: asistencia a domicilio a ancianos, medicamentos,…pero oportunidades de ganarse la vida, nada” Creo que a este alcalde no le faltaba razón.

Doménech vino el pasado 1 de diciembre a Mombeltrán a contarnos que uno de los últimos robos sistemáticos de competencias a los municipios es en lo relativo a la gestión del agua. La depuración de las aguas residuales es competencia de los ayuntamientos. “¿Por qué tiene que venir una empresa de fuera a limpiar nuestras aguas sucias?”… viniendo a decirnos que desde las administraciones consideran que en los pueblos ya no valemos ni para limpiar la mierda.

En estos días llega el eco a todos los rincones. “La España rural vaciada” reivindica esos derechos y servicios básicos, esas oportunidades de futuro. Quizás, en los pueblos no nos quede otra que construir una nueva identidad, rearmarnos y ser viables en todos los sentidos, de la mano de los nuevos tiempos. Que jamás nadie nos robe las ganas y las oportunidades de vivir en el lugar que echamos raíces.

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Camille Pissarro (1830-1903)

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