Paco Álvarez
En su ya clásico trabajo de finales de los años ochenta “La racionalidad ecológica de la producción campesina”, el etnoecólogo y escritor mejicano Víctor Toledo realiza un preciso y original análisis de las características de la producción campesina y su relación con el entorno ecológico en el que se desarrolla.
Aunque este análisis se refiere fundamentalmente a las sociedades campesinas centroamericanas, la certeza de sus conclusiones y la universalidad en los orígenes y desarrollo de la agricultura y la ganadería hacen que sea posible extrapolar sus contenidos hacia ciertas formas de explotación rural más cercanas a nosotros. En algunas de nuestras áreas de montaña por ejemplo, aunque cada vez en menor medida, aún es posible encontrar un cierto grado de autosuficiencia en la producción, o como dice el autor utilizando la terminología económica marxista, un predominio relativo de los valores de uso (los bienes consumidos por el propio productor) sobre los valores de cambio (los que son utilizados por el productor como mercancías). Asimismo, la familia sigue siendo la unidad económica básica, siendo a la vez el eje de la producción y el consumo, aunque a diferencia de lo que ocurría hace algunos años, la reproducción de esta unidad ya no es el objetivo fundamental de la actividad agrícola y ganadera.
Igualmente, también ha disminuido la alta diversificación de tareas y actividades que complementaban a la actividad principal y que garantizaban una cierta estabilidad económica en épocas de crisis.
Al margen de estas cuestiones, y más aún si nos alejamos de estas regiones de montaña, la actividad económica de nuestros agricultores y ganaderos se aleja radicalmente de la visión, hasta cierto punto algo idílico, que Víctor Toledo traza del mundo rural. La combinación entre procesos naturales y fuerzas de mercado que convertían al campesino en productor y consumidor a un mismo tiempo, se ha transformado exclusivamente en una actividad productora, sometida a las férreas fuerzas del capitalismo y olvidando la base sobre la que se sustenta esta actividad económica: los ecosistemas y las interacciones biológicas que en ellos se suceden.
De esta manera, la subordinación de la actividad agroganadera a los mecanismos políticos y económicos imperantes ha llevado por ejemplo a la sobreexplotación al límite de los acuíferos, como en el caso de Los Arenales, para aumentar de forma insostenible la superficie de regadío cuya consecuencia es a su vez unos niveles de contaminación por fertilizantes químicos y fitosanitarios que impiden en algunos casos su consumo humano. Y esto en el caso de que la actividad agraria continúe, puesto que en aquellos lugares en los que el envejecimiento de la población ha obligado al abandono de las tierras, estas y los pocos entornos naturales que aún permanecían poco alterados han sido puestos a disposición de un urbanismo depredador, adornado de promesas de todo tipo, que ha seducido con sus cantos de sirena a campesinos y políticos locales. O como en la actualidad, cuando la realidad ha demostrado el fracaso del modelo y las dramáticas consecuencias para el común de la población, la ambición capitalista se ha trasformado en una alocada e igualmente inútil obsesión por las infraestructuras de trasporte sobredimensionadas. Como consecuencia de esto, además de consumir aún más los escasos recursos hídricos del acuífero, impiden con su cubierta artificial la necesaria recarga natural procedente de cursos de agua y precipitaciones, a la vez que la fragmentación del territorio amenaza la supervivencia de la biodiversidad de los espacios naturales.
Desgraciadamente, no parece que esta suicida dinámica vaya a cambiar, en parte por la nula voluntad política imperante en la actualidad, pero también por la ausencia de alternativas originales, aunque fueran arriesgadas, que se les ofrece a nuestros agricultores y ganaderos desde las administraciones locales y regionales.
