La Fuente del Rameral

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Hubo un tiempo en que las fuentes fueron lugares trasegados, puntos de encuentro y de vida entre los secanos. Un alto en el camino. Sus tejas o sus caños de madera andaban siempre colocados con primor. De ese fluir del agua sin descanso y de las gentes que van a buscarlo, nacen las pequeñas historias. Vivencias que ya resuenan desde un tiempo lejano, pero que retienen en la memoria aún quienes fueron parte principal de ellas. El hilo de la tradición oral sólo pasa de unos a otros cuando los recuerdos se transforman en palabras, cuando afloran desde el interior, del mismo modo que lo hace el hilo de agua desde el manantial al caño.

«El cabrero llevaba un palo, (más para encontrar apoyo en la ladera quebrada que para carear), un morral con algo para echar el día (muy poco), y un hocino a la cintura, con el que cortaba varetas de servellano y fresno para los animales. El mozo de apoyo llevaba nada más que una camisa vieja y apenas si llevaba un calzado deslabazado. No llevaban burro, pues el terreno era montuoso. Así que tampoco cántaros. Era mayo y en el rameral hacía calor. Pronto escaparían para terrenos más frescos. Fueron a la fuente. Ésta tenía un pocito entre el caño y la surgencia. El cabrero bebió y siguió, y el mozo se detuvo más de la cuenta.

-¿Qué haces? -preguntó el cabrero, girándose.

-Aclarar un poco la fuente y ya de paso tapar con retama el pocito -dijo el joven.

-¡Anda que no eres fino, tú, ni nada!

Este año, se había empeñado la madre en que comerían pan para las fiestas de Julio.

Madre e hijas bajaron como cada día a la finca. Era un secano donde plantaban patatas, trigo, algo de cebada y unas pocas habas. Había también un par de olivas viejas y una higuera que, para desgracia, no tenía las brevas aún maduras. Ese día les tocaba segar el trigo para darse “el lujo” del pan, un capricho de posguerra.

Hacía un calor de mil diablos, y a una de las hijas, la más mandible, le tocó ir dos veces a por agua. Aquel año había agua en abundancia y no había que ir hasta la fuente del castañar del otro lado del río. Se paró en la del rameral. Hacía unas semanas que los cabreros se fueron para el monte, abandonando estas tierras bajas. Se alegró de encontrarse el pocito sin patear por las cabras.

Había unas retamas puestas para que no cayera suciedad al agua. El agua salía clara. Junto al caño, una rosa de cien pétalos a la que le aguantaban poco más de cinco, y dos espigas de trigo hincadas.

Pensó en el joven cabrero mientras cogía la sombra del nogal y olía la rosa. No le importó que el cántaro se desbordase. Volvió en sí, cogió aire y recipiente y tiró para la finca. La segunda vez que fue a por agua fue de mejor gana. El cántaro se llenó, dos, tres, cuatro veces, ensimismada como estaba.

«Para fiestas comerían pan… y también la aguardaba él”.

 

Pablo Marín Martín

 

2009-05-26 05

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